Mientras terminamos la lectura de la introducción al libro de Hobsbawm (que será de la que haremos la próxima prueba escrita), y los que todavía no lo hayan hecho van haciendo los comentarios de Fichte y Agustín Argüelles (que tendréis que tener en el cuaderno los que no estuvisteis en las clases en que se hicieron), vamos a leer este artículo de ¿actualidad?
John Carlin, Los leones yacen con los corderos - Una constante de la condición humana es que las guerras seguirán ocurriendo, pese a que casi todos están en contra, La Vanguardia y Clarín, 7 de abril de 2024.
Hay aniversarios y aniversarios. Los hay para celebrar que un matrimonio o una persona han sobrevivido un año más; los hay para recordar la muerte de alguien, o de muchos; los hay para conmemorar a un prócer de la patria o una guerra ganada.
Y después, en otro orden de cosas, está el aniversario, hoy mismo, del genocidio de Ruanda. Lo normal cuando llega la fecha en que murió un pariente cercano es que se te remuevan las tripas. En Ruanda, aunque ya hayan pasado 30 años, el 7 de abril se remueven las de todo un país. Se imponen dos días de luto nacional pero, aunque el Estado no insistiera en mantener vivo el recuerdo de tanta muerte, la gente caería en silencio, o rompería en llantos, igual.
¿Por qué? Porque todos los ruandeses tienen al menos un pariente que murió o que haya participado en una matanza que acabó con casi un millón de vidas en cien días, la gran mayoría a machetazos. La orden vino desde arriba por radio, desde la comandancia del llamado “Hutu Power”, para exterminar de la faz de la tierra a la totalidad de la minoría Tutsi. Decenas de miles, personas normales convertidas en carniceros psicópatas, se apuntaron a la tarea.
Pasado el delirio, esas mismas personas se han vuelto mansas. Sí, esa es la palabra. No hay país más manso en África que Ruanda, un ejemplo perfecto de aquello de que para no repetir la historia hay que recordarla. Yo le digo a mis amigos que si quieren visitar un lugar con elefantes y leones no hay ninguno en el que los seres humanos sean más dulces o pacíficos, ninguno en el que se sentirán más seguros, incluso con niños pequeños a cuestas.
Y eso que durante esos cien días a partir del 7 de abril de 1994 los padres pagaban a los asesinos para que mataran a sus hijos. Me oyeron bien. Les pagaban. Para que los despacharan con balas en vez de con machetes. Luego descuartizaban a los padres. A menudo se tomaban un descanso de lo que llamaban, sin ironía alguna, “el trabajo”. Para que sus víctimas no se escaparan les cortaban una pierna, y después volvían y los remataban.
Lo sé porque he estado en Ruanda media docena de veces. Nada en la vida compara con los testimonios que oí allá. Como el de Leopold, que me dijo que había matado a cien personas dentro de una iglesia; o el de Marcelin, un hutu que mató a palos a su esposa tutsi como condición que le impuso una horda para no matar a sus siete hijos.
Hay más, mucho más, pero ahí lo dejo. Lo que quiero resaltar es cómo tantos pasaron de ser gente decente a ser bestias durante un tiempo, a ser gente decente de nuevo, y a seguir siéndolo a día de hoy. Los leones yacen con los corderos. Hutus y tutsis viven sin revanchas en armonía.
Lo que lleva a pensar, pese a la evidencia en contra, pese a que los tambores de guerra vuelven a resonar hoy por el mundo, que la condición natural del ser humano es la convivencia pacífica. La violencia también es parte de la naturaleza del hombre (casi siempre el hombre, no la mujer) pero en menor medida, y en circunstancias puntuales, y entre un sector reducido de la humanidad.
Vean lo salvaje que fue la guerra mundial nazi, y vean lo tranquilos que han sido los alemanes desde entonces. Fíjense que en medio del frenesí de aquellos conflictos del siglo pasado lo que más añoraba la mayoría era la paz. Como en Rusia o en Israel o en Palestina hoy.
Qué locura, ¿no? Un constante de la condición humana es que las guerras y demás horrores siguen y seguirán ocurriendo pese a que casi todos están en contra, gracias a la voluntad de una minoría. Esta minoría consiste en lo que llamamos líderes, gente por definición peligrosa que en casos extremos, pero demasiado habituales, expresa su anormalidad en una mezcla de narcisismo, rencor, megalomanía, paranoia y sadismo.
O sea, hablamos de los Hitler, los Putin, los Netanyahu. Vuelvo a unas palabras de Bertrand Russell que cité la semana pasada: “No soporto la idea de que millones de personas puedan morir en agonía solo, únicamente porque los gobernantes del mundo son estúpidos y malvados.”
Sí, pero -con todo el respeto a Russell- no sé si tan estúpidos. Tienen su punto de astucia y cinismo también. Saben ganarse a la gente. Saben utilizar la herramienta de persuasión más potente que hay. Saben que el miedo, siempre el miedo, es el punto débil de homo sapiens. Saben que a través del miedo pueden convencer a las personas de cualquier cosa, incluso a matar.
Aquí va otra cita, esta vez de alguien que estaba en las antípodas de Russell, Herman Göring, el número dos de Hitler:
“Naturalmente, la gente común no quiere guerra: ni en Rusia, ni en Inglaterra, ni tampoco en Alemania. Pero, al final, son los líderes del país quienes determinan la política y siempre es fácil arrastrar a la gente, ya sea en una democracia, en una dictadura fascista, en un parlamento o en una dictadura comunista...Todo lo que tienes que hacer es decirles que están siendo atacados y denunciar a los pacificadores por falta de patriotismo y por exponer al país al peligro. Funciona igual en cualquier país.”
Correcto. Funcionó en la Alemania, por supuesto. Funcionó en Ruanda, donde un pequeño cabal hutu metió tanto miedo a los suyos que los convirtieron en fieras, o en cómplices silenciosos de fieras. Está funcionando ahora para Putin en Rusia y para Netanyahu (¡oh ironía que copien al pie de la letra la lección nazi!) en Israel. Es una fórmula ganadora que depende de dos cosas: adaptando la cita de Russell, que la gente sea estúpida y los líderes malvados. ¿Y por qué la gente es estúpida? La gente es estúpida porque no aprende de la historia.
En Ruanda han dejado de ser estúpidos, al menos por ahora. El mayor miedo que tienen, y el aniversario de hoy se los recuerda, es que vuelva a suceder lo de abril de 1994. Es un miedo saludable al que otros, según los horrores de la historia de cada país, harían bien en sucumbir.